Jupiter & Okwess - Biografia

Na Kozonga: Me regreso a casa. Ése es el deseo de Jupiter, y el título de su tercer álbum. Desde el lanzamiento de Hotel Univers y de Kin Sonic, el “general rebelde” y su banda Okwess han viajado por el mundo, para que su sonido se escuche a los cuatro vientos: el sonido más rockero que jamás ha salido de Congo. El extenso país, escandalosamente rico en términos geológicos y musicales, posee una inagotable reserva de ritmos y sonidos de donde Jupiter y Okwess tiran para generar energía para los pies y alimento (okwess) para el alma. Todo bajo la enérgica dirección del director de la banda, cuya silueta alargada y palabras evocadoras hacen palidecer de envidia a las esculturas de Giacometti. Y, quién habría de suponerlo, este fantástico elenco sólo tiene un deseo: regresar a Congo. Pues es en Kinshasa donde Jupiter encontró su inspiración y tuvo su momento de revelación cuando aún era joven.

 

Volvamos al final de los años setenta. Jupiter acababa de regresar de una larga estancia en el Berlín Este, donde su padre fue diplomático. Allí, cruzaba el famoso muro por la mañana y por la tarde para ir a clases en Berlín Oeste. Desde entonces se burlaba de las fronteras, y amaba escuchar James Brown y los Jackson Five o, incluso, cuando su padre subía el volumen, los éxitos de Claude Francois. Lo ecléctico nunca le ha asustado. Fue del lado Oriental de la Cortina de Hierro donde formó su primera banda: die Neger (los Negros). Neger fue una de las primeras palabras alemanas que aprendió, gracias a las personas que le apuntaban cuando pasaba por la calle. Reclutó sus propios “negros” de entre los hijos de otros diplomáticos –belgas, camboyanos, gaboneses, españoles– y tocaban por diversión, con instrumentos hechos por ellos mismos. Una cosa que ya sabían: el mundo nos pertenece a todos. De esa creencia vendrá la canción “The world is my land”, de su primer álbum, casi treinta años después. Pero no nos anticipemos todavía.

 

A los 17 años, Jupiter regresó a Kinshasa. En ese baño de vapor saturado de sonido, lo cautivó una infinidad de estilos de música tradicional de una capital donde todas las etnias del Congo están representadas (“No eran menos de 450”, él rememora). Era un tesoro oculto al cual las estrellas del pop congolés no le estaban prestando mucha atención, dedicados en cambio a los ritmos dominantes de la rumba congolesa. Pero en esos otros ritmos escondidos, llevados a la ciudad desde pueblos distantes, Jupiter encontró una extraña afinidad con estilos musicales occidentales que había descubierto en Alemania, pero en su estado crudo, como si el rock, soul, funk, todos tuvieran una raíz en común, una fuente común: el Congo.

 

Su abuela, una curandera que lo llevaba en la espalda durante ceremonias cuando él era pequeño, le heredó un tambor: él lo comenzaría a tocar asiduamente, en varios funerales, reuniones donde, en África, la música siempre es el primer invitado. Luego armó sus primeras bandas y, lento pero seguro, forjó su propia identidad singular: un sonido único, diferente al resto que estaba surgiendo en un país donde los reyes de la rumba aplastan a cualquier competencia debajo de sus pies. Le tomó tiempo imponer su sonido, pero Jupiter creía en él con una convicción de hierro. Entonces, conoció a los cineastas Florent de la Tullaye y Renaud Barret, quienes le dedicaron un magnífico documental, titulado Jupiter’s Dance. Fue durante el rodaje del largometraje que Jupiter y Okwess hicieron sus primeras grabaciones con el guitarrista francés Yarol Poupaud.

 

Un tiempo después, vemos la larga silueta de Jupiter paseando por los escenarios de Francia y por primera vez, bajo la dirección del ya difunto Marc-Antoine Moreau, sacó su primer álbum Hotel Univers. Su estrella comenzó a brillar, aún más cuando Damon Albarn, la mente maestra detrás de Blur y Gorillaz, desembarca en Kinshasa con los artistas que había invitado a su proyecto Africa Express. En ese momento inusual, Robert del Naja, aka 3D de Massive Attack, conoce a la banda y pide hacer el remix de la canción “Congo” para su serie Battle Box. Poco después, se ofrece para diseñar el arte del álbum Kinsonic y Damon Albarn invita a Jupiter y Okwess a participar en su álbum Kinshasa One Two, antes de embarcar juntos sobre un tren que atraviesa Inglaterra en el tour Africa Express. Entre los festivales internacionales y París, se encontrarían con Warren Ellis, el violinista genial de Nick Cave, quien participó en el álbum Kinsonic (en esa ocasión Robert Naja firmaría el arte del disco). Nunca cansados, Jupiter y Okwess abrían en los conciertos de Blur. Desde Inglaterra hasta México, pasando por Japón, Nueva Zelanda y Francia, sus shows explosivos dejaron tras de ellos un camino de pólvora de memorias, y desde entonces no han dejado de estar en tour por el mundo, ¡a un paso mareador!

 

Este nuevo álbum es el fruto de todos esos viajes, está marcado por ellos. En él encontramos la fabulosa sección de metales de la Preservation Hall Jazz Band –a quienes conocieron en una tocada en los márgenes del New Orleans Jazz Festival–, encontramos al pionero del rap brasileño Marcelo D2 y a la cantante estadounidense Maiya Sykes, cuya voz llena de sentimiento recuerda a Alicia Keys. Hay muchos encuentros que encauzan a Na Kozonga hacia las costas norteamericanas, donde la historia oscura de la esclavitud vio nacer una música luminosa. Juzgando por las recepciones delirantes que han tenido sus conciertos en México, Colombia o Brasil, Jupiter ya está casi adoptado por América Latina. Y fue en la ciudad más “latina” de Estados Unidos donde se grabó Na Kozonga, en los estudios de Mario Caldato, un productor más conocido por trabajar con proyectos de hip-hop, pero quien sabe –como buen brasileño– cómo balancear los ritmos sofisticados y respetar la energía de Okwess, una energía que se ha convertido en algo incandescente después de tantos años de conciertos. Francois Gouverneur, co-productor del álbum, ha sido cuidadoso en salvaguardar este balance con una mezcla de sonidos que lleva tantas palabras positivas (“Podemos hacerlo mejor”), como reflexiones sobre los complejos productos de la colonización (“Me vendiste un sueño”, con la cantante chilena militante Ana Tijoux) y fábulas de la jungla urbana (“Jim Kata”) o las del mismo bosque (“Izabella”). Desde esta furiosa abundancia de sonido y ritmo, con sus guitarras explosivas, hay momentos suaves en que la voz de Jupiter se vuelve íntima, consoladora. Como cuando lamenta a difuntos amigos queridos (“Marco”, un homenaje al manager de Jupiter, Marc-Antoine Moreau, quien murió en 2017), o cuando toca una samba lenta (“Sava Sarava” junto con el carioca Rogê) que se entrelaza maravillosamente con los coros delicados de una rumba congolesa. Receptivo a cada viento, cada viaje, y a los músicos de Okwess que han escrito y compuesto algunas de las canciones, Na Kozonga lleva todas las marcas de Jupiter y lo mejor que tiene (“mi huella digital”, como a él le gusta llamarlo). Para todos aquellos que temen que su identidad se pueda perder cuando las cosas se mezclan, él demuestra que la verdad es lo opuesto. No sorprende, en realidad, cuando te encuentras en casa en donde sea que estés en el mundo.

 

En cuanto a la canción que le dio su nombre al álbum, hay un coro que sin duda recuerda a otra cosa. Fue una de las melodías que Jupiter solía escuchar en Alemania, en un disco de Boney M. De hecho, originalmente es alemana (“Night Train” de Hallo Bimmelbahn), pero aquí la vemos retoñar en un nuevo traje congolés.

 

El rock ha regresado a su origen. Así como todos los seres humanos tienen ascendencia africana, también toda música tiene ancestros africanos. Jupiter está convencido de eso. De ahí viene la idea del regreso a casa. Na Kozonga.